mayo 15, 2024

entreObras

Se puede acercar un caballo a la orilla, pero no obligarlo a beber

Por: Claudio Zuchovicki / licenciado en administración con un posgrado en finanzas. Gerente de Desarrollo de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, director del IAMC, y director del Laboratorio de Finanzas de la UADE

Cuenta el relato que un campesino no paraba de quejarse de sus vecinos, de los medios de comunicación y principalmente, del comportamiento de su caballo llamado Mérito ¿Puede usted creer, amigo lector, que justo cuando el campesino le había enseñado a vivir sin comer, al décimo día de haberlo logrado el buen caballo Mérito se le murió?

Hasta el día de hoy el campesino le dice a su gente que su caballo no murió de hambre, sino por la depresión que le hicieron sentir al caballo, los vecinos, los medios de comunicación y las marchas convocadas por la asociación protectora de animales, al influenciar al indefenso caballo y hacerle creer que debía comer o se podría morir. Finalmente ocurrió la tan mentada profecía autocumplida.

Qué bueno es recibirlos de nuevo en este espacio. Esta semana, con muchas ganas de plantearles los verdaderos efectos colaterales que no mensuramos en cada decisión que vamos tomando individualmente y como sociedad.

La mayoría de los errores dirigenciales se cometen por subestimar los costos o por sobrestimar la capacidad de administrarlos. Por eso, uso como título de esta nota el viejo dicho: «Se puede acercar un caballo a la orilla, pero no obligarlo a beber», como expresión representativa de cómo un burócrata puede reglamentar el cómo y a qué precio producir, pero luego el verdadero protagonista es el que se juega la piel y el que decide si le conviene hacerlo o no.

Jeremiah Colman, en 1814, en la localidad inglesa de Norwich, creó la famosa mostaza «Colman’s». Él siempre sostuvo que la verdadera fuente de su éxito se basó en que la gente se servía en el plato el doble de lo que consumía. La base de su fortuna era lo que la gente desperdiciaba. Algo de razón tuvo, ya que su empresa logró trascender y sigue protagonizando el mercado hoy en día.

Hay profesionales que se ocupan de estudiar los costos y los beneficios ocultos de las empresas, con el objetivo de aumentar su eficiencia. Sus costos financieros, la programación de los días de pago a proveedores según su flujo de cobranza. Algo muy delicado es el manejo de los inventarios, porque no optimizar el stock provoca exceso o riesgo de faltante de mercadería. En el primer caso, se elevan los gastos de almacenamiento y el riesgo de deterioro. En el segundo, se pueden perder oportunidades de ventas por desabastecimiento.

En la administración del Estado pasa algo similar. Son muchas las veces que mensuramos un costo o un ingreso solo por su valor nominal, pero obviamos el análisis de los verdaderos perjuicios o beneficios que una decisión puede tener.

Existen beneficios indirectos en un recorte de impuestos. Por ejemplo, cuando se bajaron las retenciones al maíz y al trigo, es cierto que se recaudaron menos impuestos por «derechos de exportaciones», pero al aumentar la producción por la mejor rentabilidad, se contrataron más camiones para trasladar esa mayor producción a los puertos, estos camiones consumieron más caucho y, además, dieron más trabajo a los restaurantes ruteros. Se terminó recaudando más por impuestos a las ganancias de las cerealeras y por las ganancias de todas las empresas de esa cadena de valor. Además, se generó más trabajo y, con él, se incrementaron los aportes a la seguridad social. Moraleja, la recaudación subió.

Otro ejemplo sucedió cuando la ciudad de Buenos Aires decidió bajar Ingresos Brutos a las empresas que se instalaran en el barrio de Parque Patricios. El beneficio colateral fue que se terminó recaudando más por la suba del impuesto inmobiliario por la valorización de la zona, que por lo cedido por Ingresos Brutos.

Claro que también hay ejemplos en el sentido contrario. Entre ellos, el pago como anticipos que un contribuyente tiene que hacer por ganancias presuntas o Bienes Personales. A simple vista parece que el fisco fuese a recaudar más, pero si valuamos el verdadero costo de oportunidad, eso es un error. Con ese dinero que tiene que inmovilizar, el contribuyente podría agregar capital de trabajo a su industria, abaratar los costos de financiamiento y generar más crecimiento, ganar mucho más y, con ello, el fisco podría recaudar el doble. Es más productivo el dinero en manos de un verdadero emprendedor que en las de un burócrata de turno.

Lo mismo ocurre con la corrupción: el perjuicio no es solo lo que se roba, sino lo que se podría haber hecho con ello. ¿Tiene sentido que una persona tenga 2000 autos y no termine las obras por las que cobró adelantos que salieron de los bolsillos de los contribuyentes? Calcule el incremento del comercio interno y el abaratamiento de costos para las empresas si las rutas hubiesen sido terminadas. Mucho más aún las vidas que no se habrían perdido si las obras estuvieran efectuadas.

Otro buen ejemplo lo publicó Manuel Vélez, coordinador de asuntos especiales en México, quien escribió un excelente resumen para medir el verdadero costo del delito. Millones de pesos que los hogares y empresas destinan para anticiparse a la ocurrencia de un delito. Otros tantos millones perdidos a causa de asaltos, pago de rescates, extorsiones consumadas, mercancía robada, entre otros hechos de delincuencia. Además, debemos integrar a estos costos los millones de pesos que se destinan para que el sistema de justicia penal y de seguridad pública opere con regularidad. Ya no pensemos en costos menos visibles, como inversiones no realizadas o efectos de largo plazo en la economía y en la convivencia social. Se gasta más en rejas de protección que en productos para vender.

Muchos analistas especializados sostienen que el verdadero costo de la inseguridad puede llegar a representar entre el 10 o el 20% del PBI anual.

Supongamos que una persona sufre un robo en la vía pública. Le quitan su billetera y celular. En este caso, omitimos algún tipo de lesión física. Supongamos que opta por denunciar el delito a las autoridades por lo que acude a las instalaciones policiales y dedica cuatro horas a hacerlo. Luego, las autoridades inician una investigación que requerirá el tiempo de oficiales de policía y del personal de monitoreo de cámaras de vigilancia. La persona dedica otras dos horas de su valioso tiempo para recuperar su número telefónico y denunciar cada tarjeta de crédito perdida. Y destinará un día más para conseguir de nuevo su registro de conducir y su DNI.

Gracias a la investigación, las autoridades logran ubicar al responsable y se inicia el proceso judicial. El proceso se integra de distintas etapas que requieren de personal calificado e instalaciones especializadas. Una vez aclarado el caso, el juez dicta una sentencia condenatoria que le impone una pena privativa de la libertad al culpable. «Esta persona es trasladada a un centro penitenciario y, gracias al sistema obsoleto, es liberada en menos tiempo de lo que le llevó a la víctima hacer el trámite de la denuncia. Y vuelve el penoso círculo vicioso.

Pasa lo mismo cuando un gobierno subsidia el costo del dólar, o el costo del dinero, o el precio de ciertos activos a un menor valor de lo que cuesta producirlos. Es cierto que logra ayudar a ciertos consumidores por un corto tiempo, pero este subsidio no resuelve los problemas que originan las subas de precios; al contrario, los terminan potenciando a largo plazo.

La manipulación constante de los valores afecta su predictibilidad y, con ello, aparecen distorsiones difíciles de sostener en el tiempo. Por eso, más que nunca aplica el título de esta nota: «Se puede acercar un caballo a la orilla, pero no obligarlo a beber».

Conclusión: al final, ¿quién paga la cuenta de esos costos ocultos?

Amigo lector, primero gracias por llegar a este punto de la nota, pero como usted sabrá, yo no soy ni escritor ni periodista; por lo tanto, me cuesta mucho encontrar un cierre contundente. Solo le puedo decir que por la mala administración de los costos ocultos de las decisiones que tomamos, ya sea como individuos o como sociedad, tarde o temprano nos va a llegar una factura, pero lo más injusto es que mayoritariamente esa cuenta la terminará pagando alguien al que seguramente no le correspondería hacerlo.

¿Acaso los jubilados de hoy, los que aportaron una parte de su esfuerzo a lo largo de su vida, no son los que pagan la cuenta de un gasto innecesario, realizado por demagogos solo para ganar elecciones? Lo más injusto es que estos demagogos cobran hoy jubilaciones de privilegio.

¿Acaso el trabajador de hoy no tiene que pagar el doble de aportes por el despilfarro de las organizaciones que decían representarlos?

¿Acaso no creen realmente que el exceso de regulaciones cambiarias al mercado formal va a terminar resultando una invitación para operar en el mercado informal?

¿Acaso el contribuyente de hoy no tiene que pagar el doble, sin recibir las contraprestaciones debidas?

Upton Sinclair, escritor y periodista decía: «Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda».

El dinero fácil, el emitido sin respaldo, resulta la forma más cara de motivar o comprar a los ciudadanos. Termina degradando a una sociedad.

La educación y las buenas conductas comunitarias no solo son más baratas e igualitarias sino que siempre, en el tiempo, son más efectivas.

El autor es licenciado en administración con un posgrado en finanzas. Gerente de Desarrollo de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, director del IAMC, y director del Laboratorio de Finanzas de la UADE